Hace casi diez años Terry Eagleton publicó sus memorias. Quien las lea encontrará en ellas una extraña combinación de identidades y experiencias. Si se titula El portero
es porque ha vivido siempre en el quicio de una puerta: católico en
casa protestante, hijo de obreros cobijado por las instituciones de la
élite, un marxista bien visto por los liberales. Siempre fiel al
marxismo, a cuyo fundador dedicó una defensa reciente, Eagleton ha
polemizado recientemente con los apóstoles del ateísmo que ven en toda
creencia, fanatismo. La religión puede ser opio pero es, para seguir
citando a Marx, el corazón de un mundo descorazonado. El crítico
literario no puede admitir esa ecuación del ateísmo militante que
identifica fe con el fanatismo y ciencia con tolerancia. Cuando Eagleton
salió a arena pública para exhibir
la ignorancia teológica de Richard Dawkins y reivindicar el sitio de la
fe en la sociedad contemporánea, sorprendió muchos. No se esperaba que
el crítico marxista empeñado en releer a los clásicos, tuviera tan buen
oído para la meditación teológica. Con ese oído para el cuento literario
y religioso se ha acercado también al tema del Mal.
Escribo la palabra con mayúscula porque Eagleton lo aborda como
categoría teológica, no como simple nota moral. Tiene razón el filósofo
AC Grayling al ubicar al crítico literario como un hombre atrapado en dos cajas
de las que no ha querido o no ha podido salir: el marxismo y el
catolicismo. Araña ambas baúles con ferocidad pero no escapa de ellos.
En sus ensayos sobre el Mal,
el católico recupera la idea del pecado original y ve al Mal como la
pareja de Dios. Como Él, es causa de sí mismo; productor de la Nada
frente al creador del cosmos. Para Eagleton, la perversidad, el simple
afán de daño no equivale al Mal. El Mal no es, siquiera, la maldad
suprema. El Mal expresa otra categoría: una condición del ser. El Mal es
una compuerta hacia la Nada. No es un daño con sentido, un dolor con
propósito, una desgracia interesada sino una voluntad de destrucción por
la destrucción misma. El Mal es el gozo por la destrucción, el placer
del aniquilamiento.
La ontología eagletoniana del Mal lo retrata como el supremo
sinsentido. La liquidación en estado puro. El Mal no puede soltar los
hilos de su afán: es una ingeniería obsesiva y controladora que no puede
dejar nada suelto. Planeación perfecta que no admite azares. Por eso el
Mal de Eagleton tiene mentalidad burocrática, mientras el bien adora la
sorpresa y está enamorado de lo incompleto. De ahí que sugiera Eagleton
que Stalin pudo ser un siniestro villano pero lo suyo no fue la
producción de Mal. En sus crímenes hay una lógica, un propósito. Hitler,
sin embargo, sí puede encarnar, a su entender, el Mal porque el
holocausto no obedecía un plan militar concreto. ¿Cuál era la utilidad
estratégica del exterminio? Por eso Eagleton ha señalado que los ataques
del 11 de septiembre pueden haber sido una perversidad gigantesca, pero
no fueron obras del Mal. Los suicidas que se estrellaron en las torres
gemelas tenían un propósito concreto y tal vez fueron eficaces con su
inmolación criminal.
La sublimación teológica del Mal es una restauración de Satán en este
mundo desencantado pero apenas sirve para abordar el debate moral de
nuestro tiempo. Aún el ejemplo que ofrece para demostrar su presencia
histórica resulta poco convincente. El holocausto no tuvo sentido
militar pero sí racial: la solución final era, obviamente, un remedio a
la corrupción de la sangre. La excursión literaria y religiosa de
Eagleton es rica, interesante y provocadora pero, a final de cuentas,
inservible.