Para una sociedad, es peligroso perder la capacidad de asombro, de admirarse de los sucesos que en ella ocurren, las actitudes de sus gobernantes, sus sindicatos y las instituciones.
Es que asombrarse, sorprenderse, es la primera reacción ante lo equivocado, lo grosero, lo inusual o lo absurdo de las acciones humanas. Esa primera reacción detona las que naturalmente aparecen en la mente de cada uno y provocan sentimientos de ira, vergüenza colectiva, desesperación, repudio y demás. Si se pierde esa capacidad de asombrarse, si hasta la más anómala acción, el más resonante desplante, el disparate lógico más evidente no provocan asombro, no apuran el pulso, no enrojecen el rostro, mal encaminada va esa sociedad. El acostumbramiento a esas circunstancias adormece la conciencia, amortigua el sano espíritu de crítica, hace perder tono a la musculatura cívica, se desespera de encontrar el camino.
Estamos en tren de ello, es más, desafiamos a quien sea a decir que la muerte cotidiana de alguien en manos de los delincuentes, le asombra. Que alguien opine en contra cuando por enésima vez se paralizan las clases o hay paro de taxis o transportistas. Cuesta reconocerlo pero una suerte de anestesia nos va ganando de forma paulatina pero, al parecer, inexorable. Se banaliza hasta lo más grave, se hace cotidiana la mala nueva, la noticia desestimulante.
No hay que quedarse, no hay que amansarse ni resignarse. Viene creciendo la marea de la sana reacción. Cada uno debe de dinamizarla a su manera. Familias y barrios ya protestan y se hacen oír. Hay que encarar a los responsables. No tienen excusa válida para oponer ante lo rotundo de la realidad, con el agravante de haberlo prometido en la campaña electoral
El mundo no tiene que ser como es, la voluntad de los gobiernos bien orientados, mejora la vida de los ciudadanos. Nuestro país no tiene que ser pobre, sucio, peligroso o ignorante. Lo que nos debe asombrar es cómo hicieron para estropear la tan magnífica oportunidad que tuvieron.