
Gentileza de reyes, alma de los negocios, la puntualidad ha sido elogiada como la virtud elemental, la fórmula básica del respeto, el ingrediente indispensable de la cordialidad. La puntualidad, decía Adam Smith, pone la palabra a prueba. Por eso el escocés admiraba a los holandeses: la formalidad de su trato se reflejaba en su compromiso con el reloj. Puntualidad y honestidad eran casi sinónimos. Eran, además, la moneda necesaria de la sociabilidad mercantil: llegar a tiempo era cumplir el primer contrato. El apetito de ganancia y la necesidad de colaborar se abrazaban en la cita puntual. Por eso al economista le parecían despreciables los políticos: no destacan por su puntualidad, ni por su probidad. Lo primero era, naturalmente, indicio suficiente de lo segundo.
La impuntualidad bendice al individuo y a la sociedad. Naturalmente, si todas las personas fueran impuntuales todo el tiempo, la convivencia sería difícil, pero la impuntualidad esporádica puede ser muy benéfica. En primer lugar, la impuntualidad nos invita a pensar lógicamente y a reconocer las implicaciones de nuestra complexión psicológica. Si nuestras expectativas sobre el comportamiento futuro de la gente fueran cumplidas siempre, llegaríamos a una conclusión de infalibilidad. Si acordarmos que nos veríamos a las 6:00, nos veremos a las 6:00. Ahora imaginemos como una pesadilla el que el dentista nos recibiera siempre a tiempo, el que las bodas empezaran a la hora de la invitación, que todos los amigos llegaran a la fiesta a la hora acordada. El absolutismo de la puntualidad iría debilitando nuestras protecciones contra la decepción. La puntualidad absoluta sería una peligrosa burbuja de perfección que nos impediría madurar. El habitante del planeta de la puntualidad indefectible es intelectualmente indolente y moralmente vulnerable. La impuntualidad es la primera vacuna contra el desencanto.
Ahí está el segundo obsequio del impuntual. Quien llega tarde nos muestra que la conexión entre nuestra consciencia y nuestro comportamiento es compleja. Pensarlo no fustiga al moroso, no lo increpa con lecciones sobre el respeto al tiempo de los otros y el insulto del plantar a alguien por horas. Por ende es tener que admitir que el otro, probablemente, quiso llegar a la hora y no lo logró. Distracción, imprevisión, pereza, mala suerte: muchas pueden ser las razones de la tardanza. A veces, ni siquiera nosotros comprendemos por qué llegamos tarde. Ahí está la lección de la impuntualidad: en ella aparecen, en forma molesta y ofensiva, la libertad y el azar. Somos impuntuales porque no somos manecillas de un reloj suizo.
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