¿Podemos hablar todavía de desastres naturales? ¿Podemos hacernos los sorprendidos por la violencia con la que nos atacan ciclones, huracanes, terremotos? No digo, ni por asomo, que hayamos sido capaces de expulsar lo imprevisible de nuestras vidas. No sugiero que el azar sea una reliquia y que la ciencia nos haya transportado a un sitio en el que todo queda bajo el poder del cálculo. La vida humana, sea individual o colectiva, está marcada constantemente por imprevistos. El accidente, tal vez más que nuestra agenda, dispone los acontecimientos cruciales de nuestra experiencia. Lo que pregunto es si resulta válido a estas alturas lamentar la devastación y la muerte de los huracanes recientes como si fueran sorpresas de la naturaleza, imprevistas interferencias sobrehumanas sobre las cuales no habría preparación ni defensa suficientes. Cuando hablamos de las desgracias recientes como si fueran desastres naturales asumimos que son azotes de la mala suerte. No dejaba de llover y se desquició el pueblo… Lo que hemos padecido no es resultado de la naturaleza sino el producto de nuestra política.
Voltaire podía reflexionar sobre el mal y el torcido diseño del mundo al percatarse de la destrucción de Lisboa, tras el terremoto de 1755. No todo iba bien como proclamaban los optimistas. El universo es un agregado de desventuras. Hay que reconocerlo, decía Voltaire: “el mal está en la tierra: su principio secreto nos queda desconocido.” No creo que nos lleve muy lejos hablar ahora de la teología del infortunio. Nos corresponde, más bien, hablar de la irresponsabilidad humana frente a los poderes destructores de la naturaleza. Las catástrofes son desgracias de causa natural: siniestros que escapan al control humano. Muy distintas son las calamidades, dice el filósofo del derecho, Ernesto Garzón Valdés. Las calamidades tienen autor: son resultado de lo que hacemos, de lo que dejamos de hacer. No hemos padecido una catástrofe: lo que ha devastado puertos, ciudades, caminos, puentes; lo que ha matado a cientos es la calamidad de lo público.
Es casi imposible encontrar una desgracia mexicana, sea pequeña o grande, que no haya sido incubada en corrupción. No me refiero aquí al efecto económico de la corrupción, al costo de este impuesto perverso. Me refiero a su impacto más devastador, a la ruina material que provoca, al costo que puede tener en vidas humanas. Las historias se repiten una y otra vez. Aquel incendio en el que murieron decenas de jóvenes fue en un bar que no tenía salidas de emergencia. El dueño había sobornado al inspector. El edificio que se vino abajo no cumplía con el reglamento de construcciones. La delegación selló el permiso. El puente que se desplomó con las lluvias se construyó con materiales de tercera. El gobernador tenía prisa para inaugurarlo. Los huracanes recientes han repetido la historia. No hay ninguna sorpresa: se urbanizan zonas inhóspitas; se construye con basura; se traza sin planeación. Unos hacen negocio, otros mueren.
Sabemos bien que el calentamiento global nos ha hecho más vulnerables y que nos exige decisiones atrevidas y costosas: reubicación de poblados, reforestación, grandes obras de ingeniería hidráulica. Complejísimas mudanzas que no tienen el estímulo de la gratificación política inmediata. Pero, antes de esas ambiciosas medidas de adaptación, la tarea política esencial es la de siempre, la tarea siempre pospuesta: el asentamiento de una legalidad estricta. Si la naturaleza nos azotará cada vez con mayor ferocidad, debemos evitar que la corrupción conspire con ella.
La corrupción asesina. Comprar un permiso es jugar con la vida. La corrupción, dijo Gabriel Zaid en un ensayo brillante, es la “propiedad privada de las funciones públicas.” En efecto, la corrupción es la derrota de lo público, la subasta del interés común. Pero eso podría llegar a parecer inocuo. Desagradable, tal vez, pero inofensivo. Bajo el discurso de moda, lo público es lo de nadie, lo que nadie tiene interés en cuidar; eso a que nadie importa. Pero lo público es, a fin de cuentas, condición de existencia en sociedad, requisito a veces, de sobrevivencia: el suelo que pisamos, las paredes y el techo que nos resguardan. Nuestro régimen de corrupción nos sitúa, por lo tanto, en una intemperie artificial que nos hace extraordinariamente vulnerables a los caprichos de la naturaleza o los accidentes de la vida. La comercialización de lo público no es sólo el menoscabo de un patrimonio común, que a veces consideramos distante; la lesión del interés general que, en ocasiones, se percibe etéreo. En la corrupción está el esmero con el que preparamos la calamidad por venir.
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Hace 5 meses