Se han presentado recientemente dos propuestas de reforma política. Dos proyectos de cambio al marco institucional de la democracia. No son propuestas menores, son dos vías para modificar sustancialmente la mecánica de la representación y la decisión. Llama la atención que la disyuntiva reformista no siga pautas ideológicas. Podría pensarse que se enfrentan dos visiones del país, de la democracia y sus problemas, pero no: ambas reformas son fulcros de un antagonismo circunstancial. Una reforma sirve a los integrantes del Pacto por México para enviar la señal de que no han sido absorbidos por el PRI; la otra ayuda a los senadores del PAN y del PRD para advertir que no han sido aplastados por las dirigencias de sus partidos.
Los partidos de oposición al PRI vuelven a coincidir en el tópico de la transición inconclusa. Ambos regresan su reloj a los tiempos anteriores a la alternancia para llamar engaño a la transición. Incapaces de definir un perfil para el presente, se refugian en su identidad de antier: organizaciones para la democracia; no organizaciones en democracia. El dirigente de un partido que ocupó durante doce años la presidencia de México dice que la transición no ha concluido. Fox y Calderón, habrán sido, a juicio de Gustavo Madero, el irrelevante decorado de un autoritarismo persistente. Por su parte, el dirigente del partido que gobierna desde hace quince años la capital de la república advierte que el peligro de nuestro tiempo es el retorno del presidencialismo vertical. Mientras el pacto muestra la necesidad de la negociación pluralista en democracia, los dirigentes de los partidos de oposición niegan entidad a ese régimen. Ven en la política mexicana un autoritarismo perseverante o una democracia tan frágil que parece agonizante.
No es distinto lo que han hecho quienes quieren distanciarse del Pacto por México. Las bancadas del PAN y del PRD en el Senado han suscrito treinta puntos inconexos para una reforma política.
Grandilocuencia de propósitos, ambigüedad en los instrumentos y el sentido del cambio. Los treinta puntos siguen en buena medida el libreto del PRD y de ciertos grupos del PRI. En efecto, la izquierda mexicana y algunos priistas han buscado, desde hace tiempo, un cambio político de signo parlamentario.
Con mayor o menor radicalidad, han buscado insertarle dispositivos parlamentarios al presidencialismo: disminuir al Ejecutivo frente a la Legislatura, quitarle al Presidente la libertad de nombrar a su equipo de trabajo, hacer responsable al gabinete ante la legislatura, fomentar gobiernos de coalición con sede congresional.
La idea puede tener sus méritos. Lo sorprendente, es que un grupo de senadores panistas (particularmente quienes se identifican con el gobierno anterior) la respalde. Hace unos meses eran enemigos declarados de estas figuras “ajenas a nuestra tradición constitucional,” hoy las abrazan porque sirven en su afán de distanciarse de los pactistas y debilitar la institución que perdieron hace un año.
Los calderonistas criticaban hace muy poco la figura del Jefe de Gabinete. El último Secretario de Gobernación sostuvo que, al debilitar al Ejecutivo, sin compensarlo con instrumentos de defensa, tienden a dificultar la eficacia gubernamental. Pero los calderonistas convertidos a la causa semipresidencial no se percatan—o se desentienden—de las consecuencias de sus propuestas. Lo que les mueve es debilitar la presidencia que hace unos meses querían fortificar y distanciarse de la otra tribu de su partido.
El enésimo esfuerzo de reforma política es un síndrome. Lejos de partir de un análisis claro del funcionamiento de la maquinaria democrática y una propuesta puntual de cambio, los reformistas comienzan con la altisonancia: cambiar la naturaleza del régimen político, impedir el retorno del autoritarismo. El problema es que la ruta que han trazado no se hace cargo de las consecuencias de su proyecto. La obsesión muestra varios síntomas. El primero es creer que México no ha concluido su transición y que los problemas que enfrentamos derivan del carácter inconcluso de nuestra democratización. La eterna transición encuentra en la reforma política la coartada de su perpetuidad. El segundo síntoma es el institucionalismo fantasioso: todos los problemas tienen causa institucional y, por lo tanto, encontrarle solución a los problemas de México es hallar el diseño de las instituciones perfectas. El tercero es el la institucionalización del resentimiento. Entender la constitución como arma de unos contra otros, como instrumento de venganza: si cambiamos las reglas, el PRI no regresará al poder, decía con cinismo (e ignorancia) un torpe senador panista. Lejos de diseñar las instituciones imaginando las distintas configuraciones del poder a lo largo del tiempo, pensando que los votos dan y quitan poder, nuestros reformistas piensan sólo en el presente: cambiar la constitución sin abandonar la politiquería cotidiana
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