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lunes, 29 de julio de 2013

Ante el Homo Ludens

Acepto los caprichosos brincos de asociación a los que me conduce la lectura y me abandono a las sugerencias de las letras. No aspiro a nada más. “El homo ludens baila, canta, realiza gestos significativos, adopta posturas, se acicala, organiza fiestas y celebra refinadas ceremonias. Para nada desprecio la importancia de estas diversiones: sin ellas, la vida humana pasaría sumida en una monotonía inimaginable y, probablemente, la dispersión. Sin embargo, son actividades en grupo sobre las que se eleva un mayor o menor tufillo de instrucción colectiva. El homo ludens es libre con un libro. Al menos, tan libre como él mismo sea capaz de serlo. Él fija las reglas del juego, subordinado únicamente a su curiosidad.” Tampoco creo en la lectura obligatoria. Entiendo que algunas sean deber en alguna asignatura—pero no lo son fuera de clase. Habrá por supuesto, lecturas recomendables, pero ninguna lectura-obligada, como dice el tópico de la hora.

Lo mismo habría que decir del cine—un pasatiempo tan disfrutable como la lectura. No hay películas necesarias, pero bien puede decirse que hay algunas que parecen irremplazables o, más bien, imborrables. Cintas que dejan de ser telones en el fondo de un teatro para convertirse en cristales: la ventana desde la cual vemos el mundo. 

Pensar en todo ello me hace reflexionar en cada una de las tardes que pasé mi tiempo libre en la biblioteca de alguna Universidad, quizás las películas que disfrute solo o en compañía de alguna amistad. La naturaleza que me evade el pensamiento es también síntoma de mi contaminación sentimental, este mar de revoluciones por las que he sido sometido en los últimos meses de mi corta existencia.
José Emilio Pacheco lo nombró la naturaleza de nuestro suelo en un poema: “Lago muerto en su féretro de piedra.” Nuestro soberano es el polvo: todo “pasa / se extingue / se vuelve arena para el gran desierto.” 
Se firmemente creyente que solo existe algo que puede ser más fuerte que tu propia voluntad y es ser totalmente un estúpido enamorado,  así mismo puedo entender que hoy pierdo la batalla y no hay remedio para superar las heridas de tan semejante debilidad, refugiarse en el cine o los libros abren mas esta herida que compartía antes con dicha y alegría con mis seres mas queridos ahora es solo un reflejo de lo que nunca volverá a ser igual.

Comprender que "el mundo va" es una frase tan complicada y no permite ser un espectador, ya no ser solo un espectador ser ahora un cómplice de nuevas aventuras y placeres por descubrir y recordar con la nostalgia que embriaga el tiempo todo esos recuerdos que carcomen las viejas cicatrices que nunca sanarán quedan marginas a no volverse hablar.

El reír, el cantar el bailar o simplemente gozar serán nuevos retos por alcanzar.

viernes, 19 de julio de 2013

Tony Soprano

Nadie como Tony Soprano. Ningún personaje del cine ha encontrado la profundidad, la complejidad, la intensidad del mafioso de New Jersey. ¿Qué personaje puede comparársele en el pico de sus furias, en el foso de sus angustias? ¿A cuál podríamos decir que lo conocemos como lo conocimos a él: en bata recogiendo el periódico, visitando todos los días el refrigerador, rompiendo un teléfono en un ataque de rabia, asaltado recurrentemente por la ansiedad, lidiando con las peores traiciones, volando entre sueños y pesadillas, enamorado y furioso. A Tony Soprano lo conocimos como el mafioso protector y despiadado, como el déspota sin frenos, el hombre irritable que rompía a golpes e insultos. Pero lo pudimos conocer también como un hombre perseguido por fantasmas, inseguro y frágil. Algunos han dicho que James Gandolfini no era particularmente versátil como actor. Se olvidan del arco de las emociones que extrajo de un solo personaje. Con Tony Soprano, el actor lo recorrió todo. 

Los Sopranos habrá inaugurado una era de la televisión. Tal vez con ella se inicia el desplazamiento del mejor cine a la pantalla de la casa. Pero no es solamente la extraordinaria producción, la dirección impecable, el ritmo siempre intenso y al mismo tiempo respirable de sus escenas, esas actuaciones consumadas que hacen persona a cada personaje. En Los Sopranos se encuentra ese genio compartido (profesionalismo le llaman algunos) que produce los milagros de la cinematografía. Pero hay algo más, algo que no conseguiría el mejor de los largometrajes. La legendaria serie de HBO le abrió un nuevo lienzo al cine. No le faltaba épica al cine; le faltaba el día a día que hace humana la aventura. Nunca como ahora puede percibirse el contrapunto de la batalla espeluznante o grandiosa y la pesadumbre del despertar; los arrebatos públicos y visibles que sostienen el dominio y las las acometidas de la angustia inconfesable. Los sopranos no tenía que sujetarse al aguante de quien se sienta en una butaca del cine. Un par de horas, tal vez un poco más, desde la primera escena hasta la secuencia de los créditos.

Los Sopranos estrenaron tela. La trama de la narración parece liberarse así de las evocaciones, de las metáforas, de las alusiones que insertan el gajo del cuento en su contexto. Nada de esas “conversaciones rituales” de las que hablaba Ibargüengoitia que sirven para explicar en tres minutos la desgracia de la familia en una inverosímil conversación de café. Si no es necesario el flashback es porque retenemos en la memoria la historia de cada uno de los personajes, el flujo de acercamientos y distancia, si hemos palpado la tensión de la lealtad a lo largo del tiempo, la lenta transformación de los vínculos humanos. Ocho años de drama en ocho años de cine. El crecimiento, la maduración, el envejecimiento de los personajes no es truco del maquillaje, es obra del tiempo. El poder de este cine radica, tal vez, en el hecho de que su tiempo es idéntico al nuestro: no es el tiempo comprimido que condensa décadas en un par de horas sino el reloj que compartimos con los personajes.

Nadie como Tony Soprano ha mostrado que la violencia es un alivio del miedo. El temido mafioso podrá imponer su voluntad a grito y puño pero vive siempre en el precipicio. Su casa, su matrimonio, su familia, su imperio están siempre al borde del abismo. Sus ojos lo decían todo: estallaban en cólera pero también se derretían, no en dulzura, sino en el más profundo desasosiego. 

miércoles, 10 de julio de 2013

La puntualidad


Gentileza de reyes, alma de los negocios, la puntualidad ha sido elogiada como la virtud elemental, la fórmula básica del respeto, el ingrediente indispensable de la cordialidad. La puntualidad, decía Adam Smith, pone la palabra a prueba. Por eso el escocés admiraba a los holandeses: la formalidad de su trato se reflejaba en su compromiso con el reloj. Puntualidad y honestidad eran casi sinónimos. Eran, además, la moneda necesaria de la sociabilidad mercantil: llegar a tiempo era cumplir el primer contrato. El apetito de ganancia y la necesidad de colaborar se abrazaban en la cita puntual. Por eso al economista le parecían despreciables los políticos: no destacan por su puntualidad, ni por su probidad. Lo primero era, naturalmente, indicio suficiente de lo segundo.

La impuntualidad bendice al individuo y a la sociedad. Naturalmente, si todas las personas fueran impuntuales todo el tiempo, la convivencia sería difícil, pero la impuntualidad esporádica puede ser muy benéfica. En primer lugar, la impuntualidad nos invita a pensar lógicamente y a reconocer las implicaciones de nuestra complexión psicológica. Si nuestras expectativas sobre el comportamiento futuro de la gente fueran cumplidas siempre, llegaríamos a una conclusión de infalibilidad. Si acordarmos que nos veríamos a las 6:00, nos veremos a las 6:00. Ahora imaginemos como una pesadilla el que el dentista nos recibiera siempre a tiempo, el que las bodas empezaran a la hora de la invitación, que todos los amigos llegaran a la fiesta a la hora acordada. El absolutismo de la puntualidad iría debilitando nuestras protecciones contra la decepción. La puntualidad absoluta sería una peligrosa burbuja de perfección que nos impediría madurar. El habitante del planeta de la puntualidad indefectible es intelectualmente indolente y moralmente vulnerable. La impuntualidad es la primera vacuna contra el desencanto.

Ahí está el segundo obsequio del impuntual. Quien llega tarde nos muestra que la conexión entre nuestra consciencia y nuestro comportamiento es compleja. Pensarlo no fustiga al moroso, no lo increpa con lecciones sobre el respeto al tiempo de los otros y el insulto del plantar a alguien por horas. Por ende es tener que admitir que el otro, probablemente, quiso llegar a la hora y no lo logró. Distracción, imprevisión, pereza, mala suerte: muchas pueden ser las razones de la tardanza. A veces, ni siquiera nosotros comprendemos por qué llegamos tarde. Ahí está la lección de la impuntualidad: en ella aparecen, en forma molesta y ofensiva, la libertad y el azar. Somos impuntuales porque no somos manecillas de un reloj suizo.

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