Edward Kennedy salió del hospital para pronunciar su discurso en la convención demócrata. De ahí, de regreso al hospital. Al cáncer se había sumado un repentino ataque renal. Le quedaba un año de vida y estaba dando su penúltima batalla: lograr que Barack Obama ganara la presidencia de los Estados Unidos. Había intervenido en el proceso de primarias en un momento decisivo de la contienda demócrata. Todo el prestigio de un hombre y todo el peso de un nombre llamaban a votar por el joven senador de Illinois cuando todavía el aparato estaba de lado del clan Clinton. La presencia del legendario senador en el Pepsi Center de Denver encendió al auditorio. Miles coreando un solo apellido. Rendían tributo a una familia pero, sobre todo a su último representante. Atestiguando el homenaje de los demócratas, me percaté que un partido ha de ser un banco de orgullos comunes. Orgullos que se nutren de ideales y realizaciones. La presencia de Kennedy en el evento era incierta. Su enfermedad era grave. Unas semanas antes había recaído. En la víspera no era seguro que pudiera dirigirse a la convención. Finalmente logró imponerse a sus médicos y escaparse a la fiesta. Se sabía que su discurso no era solamente una celebración del abanderado del partido sino, en buena medida, su despedida. Su mensaje fue, en efecto, un testamento: el patrono del liberalismo norteamericano entregando la estafeta a una nueva generación.
Pasó toda una vida en el Senado. Llegó en 1962 cubierto por el descrédito. Tenía treinta años, era el hermanito del presidente, lo habían corrido de la universidad por haber hecho trampa en un examen, se le veía como un muchacho inexperto que usaba su apellido para trepar. Al morir se le reconoció como uno de los más eficaces senadores del siglo XX en los Estados Unidos. Su vida estuvo marcada por la tragedia pero también por el escándalo. Sufrió el asesinato de dos hermanos y la muerte prematura de tres sobrinos. Fue también responsable de la muerte de Mary Jo Kopechne, ahogada en su coche sin que él le prestara ayuda ni reportara el accidente. Ganó todas las elecciones en las que participó para el Senado pero fracasó en su único intento por ganar la presidencia. Esa mezcla de heridas del destino y cuchilladas a mano propia alejó la tentación de la presidencia en el último tramo de su carrera. Sus fiascos fueron una bendición (uso palabras suyas): eliminaron la obsesión por la política singular y lo concentraron en labores de asamblea. Se convirtió así en el gran maestro del oficio legislativo. No fue, como sus hermanos, héroe ni mártir: fue un gran político, el mejor de los tres.
El homenaje al “león del Senado” desborda a su partido. Sus adversarios se han unido a la celebración del estadista legislador. Conservadores y liberales reconocen sus grandes talentos, su abundante producción legislativa, su disposición a cruzar la línea de la ideología, su calidez personal, su capacidad para reírse de sí mismo, su resistencia vital. Entre los elogios que se han escuchado en días recientes se destaca, por una parte, su fidelidad ideológica y, por otra, su genio para la negociación. Unos alaban al mejor exponente del progresismo demócrata, otros al político eficaz. Fue siempre leal a esa versión norteamericana de la izquierda comprometida con el ensanchamiento de los derechos y la promoción de la justicia a través del brazo del Estado. De los tres Kennedy, Edward fue, sin duda, el más izquierdista. No creyó en el fin de las ideologías; no sucumbió al imperio de la era conservadora. No aceptó nunca la divisa de Reagan de que el gobierno era el problema, no la solución. Resistió a la marea reaganthatcheriana; vio la acción del poder público como la gran palanca de transformación social. Pero no lo han honrado solamente quienes compartieron su credo. Los republicanos se han unido a la celebración porque vieron muchas veces en Ted Kennedy al profesional de la legislación con el que podían tejerse acuerdos sustanciales. Ahí radica la grandeza política de Edward Kennedy, su gran legado. Fue un político de convicciones sin dejar de ser un político de resultados. No fue un hombre de grandes ideas. Nunca compitió con el encanto de sus hermanos. Fue el amo de la minucia legislativa. En ese territorio del estatuto, el procedimiento, el párrafo y el inciso reinó como nadie: ahí, en el detalle de los bocetos, en la aparente trivialidad de los enunciados legales supo pactar con los adversarios para defender su proyecto.
Se ha sugerido que la política de la convicción se opone a la política de la responsabilidad. Se ha dicho que la congruencia es el precio que se paga por la eficacia. El senador Edward Kennedy encarna la excepción: el gran representante de la izquierda demócrata fue, simultáneamente, el gran senador del Congreso norteamericano. El fecundo legislador no renunció a sus ideales, los impulsó vigorosa y eficazmente. Desistió, eso sí, de la política del paisaje para entregarse a la política del detalle.
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