Esta semana le colmé el plato a un lector. Mi artículo más reciente le resultó a tal punto indigesto que decidió no volver a leerme. Me lo anunció hace unos días. Una frase desbordó el vaso de una paciencia de la cual, al parecer, fui abusando poco a poco. Hace una semana escribí “el futuro que nos aguarda es aterrador”, y a mi ahora exlector le pareció demasiado. No dudo que los motivos de la despedida sean más amplios, ni cuestiono que estén perfectamente justificados, pero me concentro en la frase que menciona en su mensaje como la gota del hastío. Releída, la oración perpetrada es, en efecto, irritante. Un vaticinio más propio del cine de horror que de la crítica política. La frase embonaría bien ahí, en una película de Wes Craven. Un desquiciado con máscara se acerca a un grupo de presos indefensos y les anuncia que su futuro es aterrador. En efecto, la expresión resulta alterada y estridente en un artículo dizque analítico.
Me resulta valiosa la llamada de atención porque descubre en mí una licencia apocalíptica de la que no era del todo consciente y que, por cierto, no se asoma en el polo contrario. Jamás podría haber cometido una frase paralela que anunciara no el terrorífico futuro sino el mañana esplendoroso. No imagino la ocasión que pudiera llevarme a anunciar que el futuro sería resplandeciente y jubiloso. De encontrarme con alguien que dijera que el mañana sería celestial, también le anunciaría mi despedida. Sin embargo, bien que pude tolerar la proposición contraria. Dudo que esta propensión por la catástrofe sea una aflicción personal. Tal parece que se trata de un síndrome común, un aire de los tiempos. Los permisos que damos al pesimismo son infinitamente más amplios que los que concedemos al optimismo. En cuanto levanta la cabeza un dato positivo tendemos a desacreditarlo, a dudar de él y a oponerle en seguida una legión de evidencias de la desgracia. Al optimismo lo llamamos iluso; al pesimista lo elogiamos como realista. Tal vez habría que oponer a ambas disposiciones la prudente reserva del escepticismo. Calderón de la Barca escribió una comedia cuyo título viene a cuento: “No siempre lo peor es cierto.” Perfecta réplica al pesimismo vuelto dogma. Lo bueno podría ser cierto.
Chesterton detectó una diferencia entre el pesimista y el optimista. El optimista, decía, es quien piensa que todo está bien en el mundo; menos el ciego del pesimista. El pesimista, por su parte, era la persona que estaba convencida de que todo estaba mal en la Tierra, menos él, que se daba cuenta de la verdad. Para el optimista, el único mal era el pesimista; para el pesimista, el único bien era él mismo. El apunte deja ver lo antipático que resulta el refunfuñón: un arrogante que se coloca por encima del mundo repartiendo condenas y juicios reprobatorios. Nada está a su altura, nadie alcanza su nivel. Pero hay dos expresiones del pesimismo que es necesario registrar: uno está anclado en el prejuicio. Cierra los ojos porque ya no necesita ver. ¿Para qué abrir los ojos si ya se sabe que el panorama es desolador? Cualquier experiencia le sirve para reforzar su dictamen calamitoso. El merolico de la catástrofe repite su cantaleta de desgracias, pase lo que pase. El otro pesimismo no es resultado de la ofuscación, sino resultado del escrutinio. No se defiende la probabilidad del mal por manía, sino por efecto de observación.
Quisiera pensar que mi pesimismo es un pesimismo de ojos abiertos y que está dispuesto a la sorpresa de lo bueno. Acepto la crítica a la expresión chillante de mi pesimismo. Sostengo, sin embargo, sus razones. Desde donde lo veo, el país va mal y no hay muchos hilos de dónde colgar la confianza de que enderece el rumbo. México está mal en sus escuelas y en sus cárceles; en su trato con la ley y con la naturaleza. A sus males ancestrales se ha apresurado a agregar males recientes. El deterioro es el signo del país desde hace varios lustros. Es un menoscabo constante, perceptible, mensurable. No es producto del PAN, ni de la alternancia, ni del pluralismo democrático, es cierto. Es una crisis vieja, profunda y extendida para la que el nuevo régimen no ha sabido pronunciar una sola palabra. La nueva política se ha dedicado a ignorar la crisis. A los grandes asuntos nacionales, responde con razones para la inacción. Hablo de un régimen porque las grandes fuerzas políticas parecen coincidir en lo elemental: lo necesario es imposible.
Ahí se funda mi pesimismo. No encuentro liderazgos, responsabilidad, alicientes para hacer frente a los peligros de México. Y nuestro deterioro no encuentra muro. Tal vez por eso debe subirse el tono. Si el actor político se ve forzado a endulzar el atractivo de sus promesas, el crítico también se ve obligado a subir el tono de sus advertencias. El futuro que nos aguarda es, en efecto, terrible.
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