Lo importante del libro y de la lectura de libros va más allá de las nociones tecnocráticas de “competitividad”, destreza”, “habilidad”, etcétera. Lo que hay que conseguir es que el libro deje de ser un simple fetiche de los discursos nobles y regrese a la conversación. Pero no a la conversación del jueguito intelectual sabiondo, sino a la charla natural en el mejor sentido socrático. El libro es artificio, es decir elaboración; la plática y la reflexión, que suscitan dudas, son potencias naturales que el libro puede enriquecer, pero que no se producen únicamente por el libro en cuyas páginas, como dijera Ortega y Gasset, lo que hay es cenizas de la llama original del pensar y el sentir. Digamos las cosas como son: quien piensa y duda sólo si tiene un libro en las manos, necesita vejigas para nadar. Qué bueno que haya vejigas, para no ahogarse, pero si uno no se avienta al agua nunca aprenderá a nadar, y hay quienes se ahogan en la realidad porque sólo saben de la comprensión lectora.
Ante todas las implicaciones que tiene el elemento pernicioso de las abstracciones tecnocráticas de la ocde , lo mismo en la educación que en la cultura de México, es imprescindible poner cuidado en las formas y los métodos de conseguir e “incentivar” lectores. Que esas formas sean libres y cordiales, y que esos métodos no sean arbitrarios ni escandalosos, pues en México, desde hace ya varios años, existe la propensión a darle tratamiento de problema de salud mental al fenómeno de la falta de lectura. En algunos estados del país han hecho leyes y normas de lectura, y diseñado estrategias de fomento y promoción tan ridículamente imperativas y, peor aún, tan impositivas, que podría decirse que todo aquel que no lee libros está fuera de la ley.
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